Una carga de estrés razonable es necesaria para cumplir nuestros objetivos y conseguir nuestras metas.  El estrés no es necesariamente malo, si conseguimos controlarlo y utilizarlo como fuente de activación, y para la movilización hacia nuestros objetivos.

El estar sometido a un estado de competición, nos estimula para obtener nuestros logros. Esta situación es la propia de los atletas. Si no fuera por este estrés mínimo, no rendiríamos lo que queremos rendir y no conseguiríamos lo que nos proponemos. Por tanto, en este caso, no podemos hablar de un estrés malo, sino beneficioso. Es el detonante para que pongamos en marcha nuestra vitalidad, en aras de llegar a las metas.

El desequilibrio entre las situaciones que nos producen ansiedad, y nuestros recursos personales para gestionarlas, es lo que nos hace caer en situaciones físicas o psicológicas poco beneficiosas para nosotros, e incluso patológicas. Aquí es cuando podemos hablar de estrés malo.

Lo importante es que cuando acaba la situación de competición, volvamos al nivel base de estrés. Este nivel es distinto para cada uno. Hay un nivel idóneo personal, en el cual funcionamos mejor en todos los sentidos. Por ejemplo, en nuestras relaciones interpersonales, en el trabajo, en la familia, socialmente…

Si el grado de activación que nos produce el estrés, está por encima de lo que somos capaces de gestionar, durante un tiempo muy prolongado, entonces entramos en el problema. A veces una sola gota de más sirve para desbordar el vaso.

Si el estrés se prolonga, y no somos capaces de volver a una situación neutra, acabamos agotándonos y quemando nuestras resistencias. Pues este tipo de estrés, de larga duración, cada vez se resuelve peor.

Cuando estamos sometidos a situaciones largas e intensas de estrés, nuestras emociones se hacen más intensas. Gastamos la reserva de energía de que disponemos, para tratar de gestionarlas adecuadamente, o entramos en una espiral de pensamiento, que nos aleja poco a poco de lo práctico e importante, y nos sumerge en la rumiación.  Nuestros razonamientos entonces, se pueden volver irreflexivos, obsesivos y cíclicos, incrementando el nivel de estrés, en vez de reducirlo.

Hay un balanceo constante entre nuestra capacidad de gestionar el estrés, y las demandas del ambiente (preocupaciones, presiones, conflictos). Si esta balanza se desequilibra, empezamos a notar los efectos perjudiciales sobre nuestra salud.

La vitalidad o energía que tenemos cada uno, determina el grado de satisfacción al encontrarnos en distintas situaciones.

Cuando la situación es agradable, y tenemos un nivel de energía elevado, sentimos excitación y activación de nuestra vitalidad. Estamos dispuestos a “comernos el mundo”., a hacer frente a las más difíciles empresas. Cuando esta excitación o aumento de energía la estamos viviendo en una situación que percibimos como desagradable, sin embargo, esto nos crea ansiedad. Desearíamos en estos casos, estar más tranquilos y relajados, pero nuestra activación o nerviosismo nos lo impiden. La ansiedad acaba manifestándose psicosomática o psíquicamente.

Ante una situación desagradable, no buscada, si nuestro estado de activación o vitalidad es muy bajo, podemos entrar en el terreno del aburrimiento. Por el contrario, cuando estamos en un momento de mínima activación vital, pero vivimos algo que percibimos como bueno y placentero, podemos estar por fin relajados. Es el estado perfecto para recuperar energías y para descansar mentalmente.

Todos pasamos por cada uno de estos estadios: ansiedad, excitación, apatía, y relajación. La diferencia es que, para conseguir objetivos, para sentirse bien, unas personas se mueven mejor en un terreno que en otro.  

Es decir, a la hora de ser más efectivos, y tomar mejores decisiones, cada cual funciona mejor en un punto determinado de excitación.

Existe una zona idónea para cada uno, que se encuentra a caballo entre las cuatro posibilidades o estadios mencionados, en la cual nos sentimos mejor y hacemos mejor las cosas. Es a este estado ideal, al que tenemos que volver cada vez que se da un aumento, o decremento de nuestra activación, o se producen situaciones excesivamente adversas.

Cuando las circunstancias nos alejan de nuestra zona idónea, es decir, de la zona en que nos sentimos mejor y somos más efectivos, movilizamos nuestros recursos, para volver a la zona donde estamos más cómodos, gestionando nuestras relaciones, nuestro trabajo, nuestras decisiones, y, sobre todo, donde más adecuadamente gestionamos el estrés.

¿CUALES SON LOS SINTOMAS DEL ESTRES?

A nivel físico

  • Dolores de cabeza
  • Tensión y/o rigidez muscular
  • Fatiga
  • Irritaciones y escenas en la piel
  • Dolor abdominal
  • Dificultad para respirar

A nivel emocional

  • Irritabilidad
  • Depresión
  • Apatía
  • Aislamiento
  • Miedo o pánico
  • Pérdida de confianza
  • Susceptibilidad

A nivel mental

  • Preocupación
  • Impaciencia
  • Pensamiento obsesivo o rumiativo
  • Confusión o extrañeza
  • Negatividad y pesimismo
  • Indecisión e inseguridad

A nivel de conducta

  • Caer en adicciones
  • Agitación y nerviosismo
  • Pérdida de peso
  • Agresividad e ira incontrolada
  • Propensión a tener accidentes
  • Agitación y nerviosismo
  • Perdida de deseo sexual
  • Pérdida de peso

 

Cuando estemos ante algunos de estos síntomas, mejor ser conscientes de lo que nos está pasando, que tratar de pasarlo por alto, o ignorarlo.

Estos síntomas, a su vez, son las defensas que el organismo despliega para actuar contra el estrés, y sin duda, son señales que debemos reconocer.

El estrés nos viene dado, la mayoria de las veces, y las circunstancias externas se imponen irremediablemente. Siendo comprensivos con nosotros, y comprendiendo la situación del entorno que tenemos en ese momento, conseguiremos equilibrar de mejor manera, la balanza del estrés.

 

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