Del ego se podrían decir muchas cosas, algunas buenas. Nos ayuda a reafirmarnos en todos los ámbitos de nuestra vida, a tener autoconciencia objetiva de nosotros mismos, sirve para conocernos y saber cuáles son nuestras fortalezas y limitaciones. A dar pasos hacia adelante aunque nos sintamos inseguros, a compartir cosas con los demás. Tener un ego saludable implica también no sentirse fácilmente herido, atreverse a expresar sentimientos, y sobre todo saber reírse de uno mismo.
El ego nos da autoconfianza, autoestima, seguridad, hace que nos alegremos de cosas buenas que le pasan a los demás, que no pensemos demasiado en nosotros mismos mirándonos al ombligo. Un ego sano, es un ego maduro, que sabe que puede afrontar muchas situaciones con sentido del humor, sin ser muy susceptible. Nos hace tener carácter y luchar por lo que queremos. Los verdaderos triunfadores son los más humildes.
Sin embargo al lado de este ego sano, que hace de la humildad su sello de identidad, esta también el exceso de ego. Ese que nos hace caer en la vanidad, el egocentrismo, el narcisismo, que provoca que dudemos de la bondad de los demás, que desemboca en posturas recelosas y suspicaces, que nos crea la necesidad de tener una actitud de defensa o de lucha, ante la sospecha de perder nuestra falsa importancia, y quiere imponerse a toda costa.
Hablamos entonces de quien es incapaz de decir una palabra amable, quien se comporta como si estuviese por encima del bien y del mal, quien se cree superior y lo hace valer para que a nadie se le olvide. Es el típico jefe que no saluda a alguien que esta por debajo de él, o la persona que no corresponde a la amabilidad de otros, que ignora a los demás por considerarlos inferiores o diferentes a uno, que da la espalda o se enfrenta cuando siente herido en su orgullo.
Este ego excesivo nos aleja de nuestra verdadera esencia, es una fuente de constante sufrimiento porque necesita del halago y el reconocimiento permanente; Es el ego que se siente mal cuando se considera el objeto de una posible critica. Nos hace fácilmente manipulables por la necesidad del halago constante.
El gran ego, que corre el peligro de ser muy tóxico, nos hace pensar que siempre llevamos razón, nos provoca la necesidad de ganar siempre, de ser los mejores, del triunfo permanente. Nos aleja de las buenas intenciones.
Por el contrario, el ego sano no necesita que nadie le avale. No tiene que defenderse sin razón aparente y por todo. Tan solo necesita de sus valores y de su propia conciencia para seguir creyendo en sí mismo, por eso da la importancia justa a cada cosa. Sin dramas, se ocupa de lo realmente importante de acuerdo con sus creencias. Es mas combativo que competitivo. No necesita medirse con otros para reafirmarse.
No se puede eliminar el ego, lo necesitamos para todo, pero si podemos hacerlo maduro, revestirle de humildad. Encontrar un equilibrio adecuado entre la dosis que necesitamos y la que nos sobra.
Da igual el poder, el dinero, el reconocimiento social, cada persona debería actuar y sentir de acuerdo con sus valores, mucho más que por cosas efímeras que están fuera de uno, o que son importantes para otros.
Los valores soportan nuestro ego de forma sana porque nos permiten estar de acuerdo con nuestra conciencia. Y como dijo Einstein:
“Preocúpate más por tu conciencia que por tu reputación. La conciencia es lo que eres; la reputación, lo que los demás piensan que eres»
Al final lo más importante es lo que tu creas de ti de acuerdo con tu conciencia, que es con la que más vas a convivir toda tu vida, sin pensar que eres el único ser extraordinario, porque si empiezas a pensar que lo eres, te conviertes en tu peor enemigo. No podrás soportar tu propio ego.
Lo mejor para sentirte bien con tu “yo” es que la conciencia este en paz, y esto es más fácil si actuamos de acuerdo con nuestros valores y principios.
Lola Lopez